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Héctor Morales: "El arte puede abrir grietas donde lo normativo aún impone límites"

Por Francisco Matamoros (@f.matamoros_)


Actor, director y gestor cultural, Héctor Morales ha sabido construir una trayectoria que se mueve con soltura entre lo popular y lo experimental. Su trabajo escénico y audiovisual se ha caracterizado por una profunda sensibilidad social, una constante inquietud por las identidades y una capacidad única para conectar con distintos públicos sin renunciar a la profundidad.

En esta conversación, Héctor reflexiona sobre los cruces entre arte y política, la fuerza transformadora de lo identitario en escena, los desafíos de crear en un país con estructuras culturales precarias, y su forma particular de abordar la dirección actoral. También adelanta sus proyectos para 2025, en los que continúa apostando por nuevas formas de narrar, descentralizar las artes y tensionar las fronteras entre lo documental, lo personal y lo escénico.

Fotografía: Daniel Gil


A lo largo de tu carrera, has transitado entre lo masivo y lo experimental, sin abandonar una mirada crítica sobre la sociedad. ¿Cómo dialogan hoy en tu trabajo esas dos vertientes que muchas veces parecen opuestas: el arte popular y el arte político?

Para mí, nunca han estado en veredas contrarias. El arte popular tiene una potencia emocional enorme, puede conmover a miles. Y lo político —cuando nace de lo vital, de la experiencia— también puede ser profundamente cercano. En obras como El traje del novio o La Mentira, intento trabajar ese cruce: cuando una historia, por sencilla que parezca, logra instalar una pregunta incómoda o abrir una conversación más profunda. No creo en el arte que se encierra en sí mismo ni en el que solo busca agradar. Creo en el que conecta y remueve.


Desde tus inicios, lo identitario ha sido una línea transversal en tus proyectos, tanto en lo escénico como en lo audiovisual. ¿Sientes que el lenguaje artístico sigue siendo un espacio fértil para disputar narrativas sobre cuerpo, género y memoria en Chile?

Sí, y cada vez más. En un país que aún arrastra heridas abiertas y donde lo normativo sigue marcando límites, el arte puede abrir grietas. En mis obras, he buscado que lo identitario no sea solo un tema, sino una forma de estar en escena, de vincularnos. Me interesa poner el cuerpo en escena —en todos los sentidos— porque ahí se juegan muchas batallas: la del deseo, la de la visibilidad, la del recuerdo. Lo identitario, cuando se vuelve experiencia compartida, tiene una fuerza enorme. Y en esa lucha por narrarnos desde otros lugares, lo escénico sigue siendo un territorio fértil, poroso, vivo.


Mirando tu recorrido, que abarca actuación, dirección y activismo cultural, ¿cómo piensas hoy el rol del artista en un país como Chile, donde el arte convive con una precariedad estructural pero también con una potencia transformadora?

El artista en Chile, además de crear, resiste. Y no desde el heroísmo, sino desde lo cotidiano. Producir en este contexto implica inventar formas, sostener equipos, cuidar a quienes trabajan contigo. En los montajes que he dirigido, eso ha sido muy evidente. Pero también hay algo muy poderoso ahí: estamos acostumbrados a inventar lo que no existe. A veces con pocos recursos, pero con muchas ganas de decir algo verdadero. Creo profundamente en el arte como espacio de transformación —aunque sea una conversación, una mirada, un desplazamiento interior— y por eso sigo haciéndolo.

 

Durante la temporada de La Mentira en el Centro para las Artes Zoco, abordaste una narrativa donde la verdad se vuelve una construcción ambigua. ¿Qué fue lo que más te interesó explorar en esta adaptación desde la dirección escénica?

Me interesaba mucho que el público saliera con preguntas más que con respuestas. La Mentira juega con esa delgada línea entre lo que uno dice, lo que calla y lo que cree saber del otro. Desde la dirección quise potenciar esa ambigüedad: que las actuaciones no fueran obvias, que cada escena abriera ese espacio de duda.

Para mí, hoy más que nunca, la fuerza de las actuaciones es primordial. Por mi raíz actoral, me siento profundamente ligado a la dirección de actores. Y en ese sentido me importa mucho que la estética esté siempre al servicio de la narración: ¿dónde están parados esos personajes?, ¿desde qué lugar se relacionan y nos hablan? Esas preguntas son claves en mi forma de dirigir. La verdad no está en un lugar fijo, y eso lo vuelve profundamente teatral. Me atrajo ese riesgo: el de no controlar del todo lo que el público va a interpretar y de defender la mentira como esa forma de libertad que otorga el secreto.


La obra es una comedia sofisticada, pero también una pieza que puede llegar a incomodar. ¿Cómo viviste el proceso de equilibrar el humor con la tensión emocional que exige el texto de Zeller?

Fue un trabajo delicado y exigente. El humor de Zeller es elegante, sí, pero también profundamente incómodo. No quería que el público se riera solo desde la liviandad, sino también desde el desconcierto, desde ese lugar donde la risa aparece justo después del reconocimiento o del dolor.Para lograrlo, fue clave confiar en el elenco: en sus tiempos, en su escucha, en su disponibilidad para habitar esa zona ambigua. Nos propusimos construir un espacio intermedio, donde uno no supiera si reírse o tensarse.En ese equilibrio, la experiencia previa con El traje del novio, o incluso el sarcasmo que atraviesa Viña, fueron referencias importantes. Son prácticas escénicas que vengo explorando y que me han enseñado que el humor, cuando surge desde lo humano más profundo, puede ser una vía poderosa para mirar lo que incomoda. Y ahí, creo, está la verdadera potencia teatral de esta obra.

 

Pensando en lo que viene para el 2025, ¿cuáles son los desafíos que te gustaría abordar, tanto desde la dirección como en tu rol más amplio dentro de la escena cultural chilena?

Este mes de mayo presento El Socio, un unipersonal que se exhibirá en el Teatro Nescafé de las Artes y en varias comunas de la Región Metropolitana. Es un trabajo que me fascina porque combina monólogo, stand-up y teatralidad; una invitación a sumergirse en un texto emblemático de nuestra literatura, pero desde un lugar íntimo, cotidiano e imaginativo.

También estoy desarrollando un proyecto muy personal sobre las mujeres bordadoras de Isla Negra, que tendrá funciones en junio. Esta creación nace desde mi cercanía con la investigación documental y forma parte de lo que estoy desarrollando en el magíster en la Universidad Católica. Me interesa seguir explorando ese cruce entre lo documental y lo íntimo, entre la memoria colectiva y la sensibilidad escénica, tanto en teatro como en formatos más híbridos.

Sigo apostando por llegar a nuevos públicos, sin perder profundidad ni riesgo. Desde la gestión, quiero seguir fortaleciendo espacios como FESTINE, el Festival de Teatro de Isla Negra, que busca descentralizar el acceso a las artes y abrir conversaciones que conecten lo local con lo contemporáneo. Lo que venga quiero que me movilice, me desafíe, y sobre todo, que me permita seguir creciendo desde el oficio y la colaboración.

 
 
 

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