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Del escenario al modelo de negocio: ser emprendedor cultural en Chile

Por Francisco Matamoros


Emprender también es investigar

Desde que comencé este camino, comprendí que el emprendimiento no solo es acción, sino también reflexión. En los últimos años, diversas investigaciones académicas han puesto en valor el rol de las industrias creativas y culturales como motores de desarrollo. Según el informe de la UNESCO “Repensar las políticas para la creatividad” (2022), las industrias culturales y creativas generan alrededor del 3,1% del PIB mundial y emplean a más de 30 millones de personas. No es menor. Estamos hablando de un sector que, además de producir belleza y sentido, moviliza economía y sociedad.

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En el caso de Chile, el Ministerio de las Culturas ha impulsado estudios como las Cuentas Satélite de Cultura, que muestran cómo estas actividades aportan en promedio entre un 2% y 3% del PIB nacional, con presencia creciente en regiones y un alto potencial exportador. Y aún así, los marcos de fomento para emprendimientos culturales son escasos, y muchas veces los instrumentos de apoyo general no se ajustan a nuestras realidades híbridas.

Por eso, como emprendedor cultural, sentí la necesidad de ir más allá del discurso romántico del arte por el arte. Hoy, para ser sostenibles, necesitamos hablar de modelos de negocio, de innovación, de impacto. La academia lo ha llamado emprendimiento cultural híbrido: aquel que combina objetivos artísticos y sociales con estrategias empresariales, sin perder la misión creativa que lo impulsa.


Habilidades que nadie enseña, pero todos necesitamos

La literatura sobre emprendimiento insiste en algo que confirmé en carne propia: los emprendedores exitosos no solo son creativos o visionarios, sino también resilientes, estratégicos y flexibles. En su modelo de las “competencias clave del emprendedor cultural”, la investigadora española Concha Mateos destaca seis capacidades fundamentales: creatividad, planificación, liderazgo, adaptabilidad, visión estratégica y competencia digital.

Estas habilidades se construyen en el hacer, pero también se fortalecen con formación. En mi caso, haber venido del mundo de las relaciones públicas y la producción me dio herramientas comunicacionales clave, pero fue el contacto diario con otros emprendedores —y también con economistas, diseñadores, programadores y gestores— lo que me enseñó a pensar mi empresa como un ecosistema vivo.


Aprender a vender sin perder el alma

Uno de los grandes aprendizajes que he tenido como emprendedor cultural —y que rara vez se enseña en las escuelas de arte o humanidades— es aprender a vender lo que uno hace. Y no me refiero solo al acto de intercambiar servicios por dinero, sino a saber poner en valor nuestro trabajo, comunicarlo con claridad y generar conexión con quienes pueden necesitarlo.

En el mundo cultural, hablar de “venta” a veces incomoda. Pero vender no es renunciar a la esencia creativa; es reconocer el valor que generamos y encontrar las palabras adecuadas para que otros también lo reconozcan. Es transformar una propuesta artística en una solución para un cliente, una empresa, una comunidad o una institución. Es entender que detrás de cada proyecto hay una promesa, y esa promesa necesita ser comunicada con convicción y estrategia.

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Aquí la formación en relaciones públicas ha sido vital. Aprendí que una narrativa sólida, un pitch claro, un dosier bien hecho o un sitio web funcional pueden marcar la diferencia. Pero también entendí que vender no es solo técnica: es también emocional. Tiene que ver con transmitir confianza, con generar redes de confianza y con sostener vínculos a largo plazo.

Según estudios de la European Creative Business Network, los emprendedores culturales que logran mayor sostenibilidad son aquellos que desarrollan habilidades de “storyselling”: la capacidad de contar la historia de su proyecto de manera auténtica y convincente, conectando con el propósito y las emociones del otro.

En ese sentido, enseñar a vender debería ser parte central de cualquier formación artística o cultural. Porque no basta con tener un proyecto valioso: hay que saber moverlo, posicionarlo, presentarlo. No para adaptarse al mercado ciegamente, sino para negociar con él desde nuestra identidad.


Cierre final

En este camino de emprender, también he entendido que vender no es convencer, sino conectar. Por eso me encuentro leyendo La regla de los 3 minutos, de Brant Pinvidic, un libro que está cambiando mi forma de presentar ideas, proyectos y servicios.

Pinvidic, productor de Hollywood y experto en storytelling comercial, plantea que toda buena propuesta debe poder explicarse en tres minutos o menos, y que la clave está en simplificar sin perder esencia. Su método se basa en tres principios: claridad, brevedad y urgencia emocional. ¿Qué hago? ¿Por qué importa? ¿Y por qué ahora?

Este enfoque no solo aplica al mundo corporativo, sino también al cultural. Porque muchas veces tenemos propuestas poderosas, pero no sabemos cómo decirlas, cómo hacer que resuenen con quien está al frente. Vender, entonces, es también un ejercicio de escucha, de empatía y de síntesis.

Aprender a narrar lo que hacemos, desde lo artístico hasta lo estratégico, es parte del oficio de emprender. Porque si queremos que nuestros proyectos vivan, crezcan y se sostengan, necesitamos construir puentes entre nuestra visión y el mundo.


 
 
 

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